Las calificaciones escolares existen porque nos han enseñado que los objetivos tienen que medirse, cuantificarse, traducirse a un idioma que todos entendamos. Sin embargo, la lógica de las calificaciones es la comparación. Comparar al sujeto y sus aprendizajes con una escala estandarizada que mide… ¿qué? ¿Lo que debería ser?
Cada sujeto es único, singular e irrepetible. No podemos pretender que todos sean iguales, y menos tratar de convertirlos en «el alumno ideal». Porque de esta manera, estamos dejando que un número defina incluso la calidad de persona que es, según se acerque más o menos a ese «ideal». ¿Y qué es lo ideal?
Mucho de nuestro aprendizaje se obtiene por comparación. Sabemos que algo es oscuro porque existe el claro, sabemos que somos tímidos porque conocemos a personas extrovertidas. A base de identificar semejanzas y deferencias, aprendemos cosas de nuestro entorno y de nosotros mismos. Pero cuando la comparación se convierte en competición… Se acaba perdiendo la perspectiva.
Pensemos en los objetivos de la escuela. ¿Qué es lo que queremos conseguir, que se ajusten todos a ese «alumno tipo» o que sean mejores de lo que eran antes? La competición debería ser con uno mismo, y no con los demás. Porque no hay «buenos» ni «malos», lo importante es que sean mejores personas, y se superen a sí mismos.
Si queremos que nuestros alumnos se conviertan en la mejor versión de sí mismos, debemos dejar a un lado los números, tomarlos únicamente como referencia o guía y centrarnos en cada persona, que es la que realmente cuenta. Se trata de la vida, no de una carrera.