Los niños nos sorprenden muchas veces con sus preguntas y su asombro. Nos sorprenden porque pensamos que nos están pidiendo una explicación, para la que no siempre estamos preparados, o que están poniendo en cuestión el orden establecido de las cosas. Y eso, a los adultos, nos incomoda.
Según encuestas, los niños hacen entre 300 y 400 preguntas diarias, mientras que los adultos hacemos entre 10 y 30. ¿Qué nos ha pasado? ¿Por qué hemos dejado de cuestionarnos el porqué de las cosas? ¿Acaso ya lo sabemos todo? La respuesta es simple: ya nada nos asombra. Hemos convertido nuestra vida en una rutina. Nos hemos acostumbrado a lo habitual, a «lo de siempre», porque nos resulta mucho más cómodo dejar que las cosas nos pasen, que hacer que las cosas pasen.
Ariadne Zinser dice que vivimos en lo que ella llama la era «express», es decir,todo aquello que no es práctico, útil, instantáneo o fácil es una pérdida de tiempo, dinero y esfuerzo. Y no puede estar más en lo cierto. El ritmo de vida que llevamos nos ha dejado sin tiempo para detenernos y mirar todo eso que nos rodea. Eso que ha dejado de ser visible para nosotros.
Pero los niños sí lo ven. Y no sólo eso, se emocionan cada vez que lo ven. Por eso preguntan. No porque busquen una respuesta lógica y racional, sino porque se están sorprendiendo ante una realidad que es, pero que podría no haber sido. Porque no dan nada por supuesto. Eso es el asombro. Ese «¡oh..!» que tanto nos hace falta no es más que una muestra de sorpresa, la cual despierta una reflexión y una curiosidad de la que nacen preguntas que disparan nuestra creatividad, la responsable de las más grandes ideas. ¿Qué hubiera sido de la teoría de la gravedad si Newton si no se hubiera asombrado por esa manzana?
Abramos los ojos y veamos el mundo con los ojos de ese niño que un día fuimos.