En la carrera de Magisterio, lo primero que nos enseñan es que no existen recetas ni fórmulas mágicas que valgan, pues tratamos con niños, con personas. Sin embargo, luego llegas a un colegio y la realidad es otra: programaciones, evaluaciones, fichas… Papeleo y más papeleo, así como metodologías cerradas y muy estructuradas. ¿Dónde queda la educación personalizada y la magia de cada niño?
A menudo, se nos olvida que el aula es una microsociedad con sus propias necesidades. Un grupo formado por las relaciones entre todos sus miembros, cada uno de ellos diferente a los demás. Y lo más importante, tienen voz. Dejemos a un lado la programación y conozcamos a esos niños que van a pasar con nosotros tanto tiempo. La educación es mucho más que meter datos en la cabeza.
Los niños han de sentirse implicados. Cuando uno está comprometido con lo que hace lo siente como una vivencia, y cuando la emoción está presente en aquello que hacemos, el aprendizaje cobra sentido. Si se les da la oportunidad, los niños pueden hacer cosas increíbles. No sólo por ellos, sino también por la sociedad. Pero eso sólo se consigue si la escuela se abre a esa sociedad, y si les invitamos a los niños a ser partícipes del entorno en el que se encuentran.
Con hacerles partícipes me refiero a darles responsabilidades, a convertirlos en dueños de sus actos como personas que son. César Bona explica en sus entrevistas la existencia de hasta veintidós cargos en su aula. Desde el de historiador, que escribe todas las anécdotas de clase, hasta el de cabecilla de los sublevados que canaliza todas las quejas de sus compañeros (expresadas de forma anónima). Todos tienen algo que aportar, y sienten que son una parte importante de ese grupo, además de ser ellos los que gestionan todo lo que ocurre en el aula. Este es el aprendizaje que realmente cuenta.
En el aula, ellos son los protagonistas.