Desde que nacen, la manera en la que se relacionan los niños con su entorno es a través de la manipulación y la exploración. Todo lo observan, lo tocan, lo saborean… Todo lo sienten. Y es gracias a estas acciones como construyen su conocimiento sobre la realidad que les rodea. Tanto es así que Piaget se refería a los primeros años de vida como el periodo sensoriomotor.
Algo que caracteriza a esta forma de proceder son las denominadas reacciones circulares. Se trata de acciones que el niño repite una y otra vez, al principio por mero placer, pero después con un fin determinado: «observar qué pasa». Pero no se queda sólo ahí. Lo que le hace repetir es comprobar si sus hipótesis son ciertas. Unas hipótesis que surgen de las preguntas que se formulan durante la acción. Algo íntimamente relacionado con el juego.
Sin embargo, esto no es algo propio únicamente de los primeros años de vida. La manipulación desarrolla en todo momento un papel fundamental en el aprendizaje. Creo que nadie puede negar que aquello en lo que nos involucramos activamente resulta más significativo para nosotros. ¿Por qué? Porque se convierte en una vivencia, un acto en el que nosotros somos los protagonistas. Y no hay nada como vivir algo en primera persona. Como decía Confucio: «Me lo contaron y lo olvidé. Lo vi y lo entendí. Lo hice y lo aprendí».
Todo esto no es cosa de ahora. Autores como Pikler, Loris Malaguzzi, Steiner o Montessori ya recalcaban su importancia en el desarrollo hace años. Precisamente la pedagogía Montessori se caracteriza por el papel que otorga a la manipulación. Pero no hace falta ir a la teoría para comprobarlo. Solo tenemos que observarles en el día a día para darnos cuenta de que es así. ¿Verdad?
¿Qué más necesitamos para convencernos de ello?