«Me aburro…» ¿Cuántas veces lo habremos escuchado?
Vivimos en una sociedad en la que hay un afán por hacer cosas todo el rato. ‘No hacer nada’ está mal visto. En la que no tener una actividad entre manos es muchas veces sinónimo de perder el tiempo. Todo ello, se traduce en horarios muy marcados y agendas repletas de cosas por hacer. Pero no sólo las nuestras, las de los niños también. Y es que entre la jornada escolar, los deberes y las extraescolares, casi no tienen tiempo para jugar o para, simplemente, no hacer nada. Incluso cuando juegan, no hay espacio para la improvisación.
Hoy, los niños ya no pueden alejarse a más de lo que alcanza la mirada del adulto ni ensuciarse. En cambio, les llenamos de juguetes, juguetes y más juguetes. Rara es la habitación que no está llena de juguetes casi hasta el techo. Pero, ¿por qué? O mejor dicho, ¿para qué? ¿Acaso tener menos significa que el niño se vaya a aburrir? ¿Es malo aburrirse?
Resulta paradójico que los niños de hoy lo tengan todo y, sin embargo, se aburran con mayor facilidad que antes. Cada vez les cuesta más jugar con menos. Aunque, en realidad, la explicación es sencilla. Así como en el colegio se les da herramientas para encontrar «la respuesta» a un problema, en el juego ocurre lo mismo. Están acostumbrados a los juguetes “cerrados”, donde se juega como dice la caja, y donde un uso distinto es muchas veces prohibido, porque “así no se juega”. Preguntan cómo se juega en lugar de investigarlo por ellos mismos. Y si no lo entienden, lo dejan y cogen otro.
Sin embargo, tal y como demuestra un experimento realizado por Strick y Schubert en un aula de infantil, la escasez agudiza el ingenio. Los niños necesitan hacer las cosas por sí mismos y resolver sus propios problemas. Si se aburren y no encuentran nada que les satisfaga, utilizarán sus propios recursos para que eso no ocurra, desarrollando su creatividad y volviéndose más tolerantes, más flexibles cognitivamente, y por tanto, más resolutivos. Si se lo damos todo hecho, dependerán continuamente de una solución externa. Además, estaremos sacrificando todo este potencial.
El niño tiene cien lenguas, cien maneras de pensar, de jugar y de hablar, cien mundos que descubrir, cien mundos que inventar, cien mundos que soñar, pero le roban noventa y nueve.
Loris Malaguzzi