Parece que para la escuela no hay preguntas sin respuesta. Nos pasamos años preparando a los alumnos para que sean capaces de responder preguntas. Preguntas con una única y verdadera respuesta. Les guiamos y conducimos hacia un destino desconocido para el que, aparentemente, necesitarán esas respuestas. Lo hacemos, porque no confiamos en que puedan manejarlo por sí mismos. Y luego nos preguntamos por qué hay tantos jóvenes con años de formación a sus espaldas, sin trabajo.
El futuro es incierto. Incluso el presente ya lo es. Por tanto, ¿qué sentido tiene centrarnos en un contenido o buscar la respuesta en un libro de texto, si no sabemos qué ocurrirá mañana? Hay un proverbio chino que dice: «Dale un pez a un hombre, y comerá hoy. Dale una caña y enséñale a pescar y comerá el resto de su vida». Éste debería ser el pilar fundamental de toda escuela.
Los niños son curiosos por naturaleza (por algo será). Se lo cuestionan todo continuamente. Y lo más importante: no tienen miedo a equivocarse. Por eso experimentan, prueban una y otra vez. Por eso aprenden. Entonces, ¿por qué no dejar que esto siga su curso? Como decía María Montessori: «la primera tarea de la educación es agitar la vida pero dejarla libre para que se desarrolle».
Nadie dijo que fuera fácil, pero lo cierto es que es así de simple. Basta con provocar, con sacarles de su zona de confort y animarles a que nunca dejen de formularse un «por qué», para que comprendan que no se puede dar nada por sentado y que el conocimiento no sólo se memoriza y se reproduce, también se crea. Ellos lo crean. Y como toda creación, necesita de una reflexión, de un tiempo más lento. Algo difícil de concebir en una cultura de la prisa. Sin embargo, en palabras de Carl Honoré: «la paradoja es que la aceleración nos hace desperdiciar la vida».
Dejemos de dar respuestas y hagámonos más preguntas: ¿Te atreves a soñar?