Se habla mucho de los premios y castigos, y de su relación con la conducta de los niños. Sin embargo, resulta paradójico que, a pesar de querer que se conviertan en personas libres, independientes y originales, les enseñemos desde pequeños a hacer lo que se les dice. Y sin rechistar, claro. ¿Por qué? «Porque lo digo yo… Y punto».
Los niños se rebelan, claro, porque no entienden nada. ¿Y qué hacemos para que lo entiendan? Les premiamos y castigamos, según cómo valoremos nosotros su conducta. Es decir, hacemos de ellos personas dependientes de los demás. ¿Para qué voy a hacer autocrítica, si ya lo hace otra persona por mi? Y lo mismo ocurre con las calificaciones, ya que no deja de ser una valoración externa.
Al mismo tiempo, esa valoración se convierte en la motivación, en la razón por la que ellos hacen o no una determinada acción. Una acción basada en condiciones: «si apruebas todo, te compro el juego ese que tanto te gusta».
Los niños son perfectamente capaces de decidir y responsabilizarse de sus actos, así como de participar en el establecimiento de normas y límites (en la medida de sus posibilidades: edad, madurez…), pero para ello necesitan sentir que pueden hacerlo. ¿Cómo? Confiando en ellos y, al igual que ocurre en la vida adulta, asumiendo las consecuencias naturales de sus actos: limpiar lo que han manchado, arreglar lo que han estropeado, hacer lo pactado… Porque, ¿qué sentido tiene dejarles sin zumo al descubrir que han pintado la pared, y luego limpiarla nosotros?
En la vida no hay premios ni castigos, sino consecuencias.
Robert Green Ingersoll